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Acabo de volver de las vacaciones, ese tiempo suspendido en el que dejamos atrás todas nuestras obligaciones y rutinas, en el que nos desconectamos de lo urgente para conectarnos un poquito más con nosotros mismos.

Las horas transcurren lentas, como si cada minuto contara el doble. Entonces podemos sentarnos en la galería, con el mate y un libro -o una cerveza-, y dejar que el tiempo pase, porque nada nos apura.

Fueron días simples, pero en eso radica justamente la magia.

Días de mar, días de bosque.

De caminar en la tierra, y escuchar nada más que los pájaros con su sinfín de voces, la suavidad del viento entre los pinos, mis propios pasos.

De ir y volver mil veces por la orilla del mar -que nunca es el mismo-, hipnotizada con el vaivén de las olas, envuelta en su fragor.

De leer sin pausas

De escribir y escribir

De charlas profundas

De silencio

De nubes oscuras y lunas plateadas

De flores silvestres al costado del camino

De volver a ser una niña que junta caracoles en la playa

De atardeceres naranjas y noches azules

De verde por todas partes

De tormentas fugaces que iluminan el cielo e inundan el aire de aroma a suelo mojado

De luces que centellean entre los árboles

De contraluces

De fotografiar

De amar.